¡Qué mundo en el que vivimos! El siglo XXI parece no tener descanso o reposo alguno, es una época frenética, casi angustiante. El ser humano ha logrado adaptarse a este inevitable suceder de eventos y de caos para sobrevivir en un lugar en el que el tiempo es menos tangible que nunca. En este proceso de adaptarse, el hombre parece haber perdido mucho de aquello que lo hace eso: hombre.
La familia, el sentido del hogar, la aceptación y la sensibilidad hacia el otro, parecen ser valores prescindibles en una sociedad pragmática que denota una toma de decisiones frívola y casi instantánea.
Algunos ejemplos se pueden encontrar por las calles de nuestro país, donde miles, tal vez millones, de venezolanos luchan por tener un sustento. Las miradas de los transeúntes ante estos sucesos son muchas veces caracterizadas por la indiferencia o incluso por el desprecio. La preservación propia y el mismo orgullo parecen hacer imposible la colaboración y la solidaridad. La unión parece imposible en una sociedad donde cada individuo busca sobresalir, apagando la luz del otro para hacer brillar la propia.
Viendo todo esto se podría decir que no hay esperanza, que la sociedad no tiene cambio, que de alguna forma estamos condenados a sufrir por los errores pasados y presentes. Una concepción fatalista que es usada como justificación para dejar las cosas así. Pues no, hace mucho tiempo se dejaron atrás las concepciones dogmáticas y metafísicas de no retorno, de inevitabilidad. En una sociedad donde la practicidad es tan importante se debe saber que cada acción tiene una repercusión y que la suma de estas genera un cambio, y que por lo cual nadie está condenado, y el destino jamás ha estado escrito. Lo importante es que hay que actuar, no importa cómo pero hay que hacerlo.
Nicolás Grudnik